Funcionamos desde la culpa como un lastre que nos ha dejado la religión después de tantos siglos. Es que los cristianos somos culpables hasta de que Cristo muriera crucificado. “El murió por nosotros”. Que cosa tan horrible cargar con la muerte de alguien en nuestras conciencias, más aún cuando el difunto es el hijo de Dios.
Dejamos de hacer o hacemos lo que la culpa nos indica y las religiones se han encargado de que esto sea así. Hace siglos tomaron la batuta de la educación y de las normas de convivencia ciudadana. Nos enseñaron lo que, según cada creencia, es el mal y el bien, lo que podemos o no podemos hacer y cuando debemos hacerlo. Y, los seguidores de las distintas corrientes teológicas, hemos formado parte activa de este proceso transmitiéndolo de padres a hijos sin cuestionarlo mucho. Es que también nos enseñaron a no cuestionarles.
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Esto ha sido así hasta este ahora tan “moderno” en el que terminamos por aceptar la inversión de valores como algo absolutamente normal. Desde hace unos cuantos años este rol que venía cumpliendo el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, y todos esos “ismos” que dan forma a nuestras preguntas sin respuesta, ha quedado de lado. Hemos permitido que “el rebaño” se disgregue y que sea él propiamente quien decida a donde va a pastar. Que decida en que y como quiere creer y practicar su religión o culto.
Lo grave de esto es que los padres no hemos procurado llenar ese vacío con verdades. Es decir, si ya la culpa que nos inculcaba la religión no es la que genera en el individuo una manera racional y humana de convivencia, deberíamos los padres asumir ese papel activamente y con más ahínco. Pero no estamos haciendo nuestro trabajo. Solo enseñamos que no se debe hacerse tal o cual cosa por que nos pueden pillar, por que nos están mirando, por que se van a dar cuenta. Por desgracia ya ni eso está funcionan. Es ahí donde esta el punto de quiebre.
No nos estamos preocupando en decirle a nuestros hijos que deben ayudar a otros por que es lo correcto, porque es una condición humana el ser generoso y colaborar con los demás. Le decimos a nuestros hijos que si cometen una infracción les pueden quitar puntos en el carné, pero no le inculcamos el respeto por su propia vida y por la de los que pudieran salir perjudicados por una imprudencia suya al volante. No le dejamos ver que nuestros derechos terminan justo en el lindero del vecino. Es que ni siquiera nos damos a respetar nosotros mismos.
Nos quejamos de que los jóvenes no respetan a los adultos, que nadie es capaz de ceder su asiento a una persona mayor, que somos incapaces de ayudar a una persona con impedimentos. Y eso por describir de manera delicada la situación terrible situación que estamos atravesando, porque en muchos países la deformación es tal que se mata por un par de zapatos o por que me miraste mal o por un plato de comida o por el solo placer de ver morir a alguien.
Estamos criando a una generación que no siente la más mínima culpa por nada, pero que tampoco valora nada. Una generación egoísta que solo se preocupa de ellos mismos sin importar el que tiene al lado… y sin remordimiento! Hemos llegado al extremo de que si alguien se atreve a cuestionar o tan solo a sugerir a alguno de nuestros hijos el camino que debe andar, enseguida le plantamos cara con la amenaza de una denuncia.
Dejamos de hacer o hacemos lo que la culpa nos indica y las religiones se han encargado de que esto sea así. Hace siglos tomaron la batuta de la educación y de las normas de convivencia ciudadana. Nos enseñaron lo que, según cada creencia, es el mal y el bien, lo que podemos o no podemos hacer y cuando debemos hacerlo. Y, los seguidores de las distintas corrientes teológicas, hemos formado parte activa de este proceso transmitiéndolo de padres a hijos sin cuestionarlo mucho. Es que también nos enseñaron a no cuestionarles.
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Esto ha sido así hasta este ahora tan “moderno” en el que terminamos por aceptar la inversión de valores como algo absolutamente normal. Desde hace unos cuantos años este rol que venía cumpliendo el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, y todos esos “ismos” que dan forma a nuestras preguntas sin respuesta, ha quedado de lado. Hemos permitido que “el rebaño” se disgregue y que sea él propiamente quien decida a donde va a pastar. Que decida en que y como quiere creer y practicar su religión o culto.
Lo grave de esto es que los padres no hemos procurado llenar ese vacío con verdades. Es decir, si ya la culpa que nos inculcaba la religión no es la que genera en el individuo una manera racional y humana de convivencia, deberíamos los padres asumir ese papel activamente y con más ahínco. Pero no estamos haciendo nuestro trabajo. Solo enseñamos que no se debe hacerse tal o cual cosa por que nos pueden pillar, por que nos están mirando, por que se van a dar cuenta. Por desgracia ya ni eso está funcionan. Es ahí donde esta el punto de quiebre.
No nos estamos preocupando en decirle a nuestros hijos que deben ayudar a otros por que es lo correcto, porque es una condición humana el ser generoso y colaborar con los demás. Le decimos a nuestros hijos que si cometen una infracción les pueden quitar puntos en el carné, pero no le inculcamos el respeto por su propia vida y por la de los que pudieran salir perjudicados por una imprudencia suya al volante. No le dejamos ver que nuestros derechos terminan justo en el lindero del vecino. Es que ni siquiera nos damos a respetar nosotros mismos.
Nos quejamos de que los jóvenes no respetan a los adultos, que nadie es capaz de ceder su asiento a una persona mayor, que somos incapaces de ayudar a una persona con impedimentos. Y eso por describir de manera delicada la situación terrible situación que estamos atravesando, porque en muchos países la deformación es tal que se mata por un par de zapatos o por que me miraste mal o por un plato de comida o por el solo placer de ver morir a alguien.
Estamos criando a una generación que no siente la más mínima culpa por nada, pero que tampoco valora nada. Una generación egoísta que solo se preocupa de ellos mismos sin importar el que tiene al lado… y sin remordimiento! Hemos llegado al extremo de que si alguien se atreve a cuestionar o tan solo a sugerir a alguno de nuestros hijos el camino que debe andar, enseguida le plantamos cara con la amenaza de una denuncia.
¿A dónde queremos llegar?... Creo que va siendo hora de asumir nuestra responsabilidad. Dejemos de escurrir el bulto al televisor, peor aún al “Estado”, si queremos tener mejores hijos, mejores ciudadanos y mejores hombres el día de mañana. Ya basta de solo pedir a Dios, cojan su mazo.
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